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EL CAMINO DE PALISSY

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A sus 18 años, cuando la mayoría de nosotros no tiene rumbo fijo por la vida, Bernard Palissy abandonaba su ciudad natal, empujado hacia la búsqueda de su destino, y determinado a encontrarlo o encontrarse con el mismo. Su habilidad artística, hasta ese momento, era solo mecánica, fruto del oficio de pintor de vidrios aprendido de su humilde padre. Lo que sí tenía ya el joven Palissy era un apetito claro y disposición ardiente de aprender, de empujar los horizontes de conocimiento en los cuales, hasta entonces, había vivido, encerrado como esos peces restringidos a peceras. Era hora de saltar los muros y de aventurarse en esos vastos campos de conocimiento que él había ya vislumbrado

Recorrió, primeramente, unas 40 millas, hasta el pueblo de Gascony; 40 millas, a esa temprana edad, sin apoyo de fortuna o familiar alguno, era un paso agigantado, que lo iría preparando para retos aún mayores en su vida. Diez años después, persistiendo por sustento en el oficio de pintor de vidrio y de agrimensor, se trasladó hasta la ciudad de Saintes, donde contrae matrimonio y se asienta como padre de familia de un hogar. Las exigencias, por supuesto, se hacen aún mayores. Ya no se trata solo de él, sino de miembros de una familia que ha forjado y a la que debe su atención y su sustento. No deja Palissy, sin embargo, de abandonar por eso sus inquietudes personales y su gran afán de aprender. Nace entonces su curiosidad por el oficio de la cerámica laqueada. Sin saber absolutamente nada de esas artes, comienza a dedicar tiempo, horas y recursos a la tarea de aprender. Construye su propio horno, adquiere piezas de cerámica en crudo y dedica largas a horas a experimentar con distintos componentes de laqueado, siendo solo el aprendiz de los maestros de las grandes obras: el maestro Ensayo y el maestro Error. Aunque parezca simple ahora, en ese entonces era una tarea titánica aprender a producir, sin instrucción alguna, el laqueado de cerámica. No era empleado de un taller, no estudiaba bajo la supervisión de alguno de los alfareros más reconocidos de Italia. Era simplemente un hombre humilde, cargado con un fuego de ambición mucho más ardiente que ese mismo horno que él había creado. Su tarea se hizo una obsesión. Dedicaba horas y consumía no solamente la madera de la estufa familiar, sino el humilde patrimonio de su hogar. A tal punto que, como confiesa él, no le dolía o decepcionaba tanto que vecinos y conocidos lo tildaran de loco e irresponsable, sino que su familia no atinara a ver siquiera parte de esa luz y esa ambición que lo impulsaba hacia la persistencia de lograr su cometido, a cualquier costo. Pasó más de 16 años de su vida dedicado a una tarea en la que siempre parecía fracasar, pero la persistencia fue su norte, y al redoblar de cada golpe de fracaso que sufría, se sentía más impulsado en la batalla por lograr el éxito de una ambición que un día había emprendido. Palissy era incansable, altamente motivado, como un caballo trapichero que, cegado a todo lo demás, camina en círculos en un trapiche que, para otros, es solo tarea mecánica de esclavos. Sin recursos, agotado, enfermo, al borde de la inanición después de años de luchar, sin el apoyo de los más queridos y con el repudio de los que lo conocían, decidió alimentar el horno de alfarero con el único combustible que tenía a mano: el mobiliario de su hogar. Ante los ojos desorbitados de su esposa y de sus hijos, ya adolescentes, destrozaba mesas de madera, camas, sillas y tablones de paredes de su casa para alimentar el fuego, sin perder la fe de que las horas y el calor intenso de su último horno lograrían el objetivo de su vida. Así fue. Sus creaciones tuvieron su valor en ese tiempo, pero hoy son invaluables y apreciadas en el mundo entero por conocedores. Bernard Palissy, un humilde alfarero que, como hombre, se declaró indomable ante el jinete implacable de la adversidad, al que terminó venciendo. Luego de todo ese peregrinaje doloroso, se convirtió en prolífico escritor en varios temas, y fue designado como artesano de la Corte del Rey Enrique III, quien lo estimó a tal punto que trató de interceder por él cuando, a los 75 años de edad, fue condenado a muerte en la hoguera y recluido en la prisión de la Bastilla, donde falleció por su avanzada edad y no por la sentencia de ese fuego de la intolerancia, luego de negarse como protestante a renegar su fe.

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