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ENTRE LOS FUEGOS DEL RENCOR POLITICO

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La política y la religión se tocan, en su esencia. Parecen como un fuego, en la medida en que se puede usar para lograr calor y luminosidad en los momentos más oscuros, o se puede convertir en el ardor de los rencores lentos que, desde lo más bajo, abriga el ser humano. Un hombre no es mejor porque sea religioso, ni será buen ciudadano porque abraza alguna fe política. Solo en su interior podrá portar las cualidades que lo elevan o lo asientan en el suelo, a los niveles del reptil rastrero, que debe deslizarse de un lugar a otro sin nunca conocer la altura del carácter.

En nombre de la religión se han cometido las mayores atrocidades que la mente humana pudo concebir; pero lo mismo ha sucedido con los fanatismos políticos, que en vez de fomentar la libertad de pensamiento y la estatura moral, parecen inspirar todo lo contrario: seguidores sin consciencia que se ven purgados de individualismo y de todo rasgo de razón.

Lo que digo, lo sé por experiencia propia. Si portara en este saco del recuerdo cada piedra de rencor ajeno que he encontrado en medio de los causes de política, ya se hubiera roto el saco y la marcha también se hubiera detenido. El hecho de que Arnulfo Arias Madrid fuera mi abuelo, no por elección propia, sino por los designios del destino, despertó todo un capítulo de esfuerzos de rencor y de recelo, para que esa realidad fuera ocultada. Como mi buen padre decía en vida “si el Registro Civil no miente, soy el hijo de Arnulfo Arias Madrid y de Ana Matilde Linares de Arias”. Por supuesto que lo fue, pero una conspiración real se ceñía como mordida sobre esa verdad. En un absurdo intento por borrar el curso inevitable de lo que resulta cierto, incluso comenzaron a llamarme por el apellido de mi madre. Como si eso fuera denigrante.

La verdad me enorgullece ser el portador de ese apellido, Olivares, de cuna chiricana, con ancestros de bien que fueron, y son hoy, los buenos ciudadanos provenientes de esa provincia tan altiva. El resquemor de feligreses del rencor político, no se detenía allí. Cualquier participación activa de mi persona en temas de interés político, despertaba el odio, el recelo y, por lo visto, el miedo. Un miedo tan profundo y tan absurdo como sus propias pesadillas, de esas que levantan a los hombres de sus sueños en medio de un sudor que los congela. Algunos familiares, de mi propia sangre, se debatían en su conciencia entre lo que deberían hacer como parientes y lo que los abismos de la conveniencia pesetera les decía; así, alguno que otro tío mío denegaba mi existencia, y alguno que otro primo tomaba los micrófonos de alguna radio para difundir rumores de que tal vez yo era el producto de alguna remota comarca originaria y que mi nombre se debía a que, en esos sitios, se acostumbra bautizar así a los hijos.

Pero la sangre es más pesada que el agua y la verdad, aunque se oprima contra el suelo, renacerá otra vez. Así, al igual que mis hermanos, y mis primos, y toda la familia Arias de mi rama, descendemos consanguíneamente de ese tronco común de la sagrada unión entre Antonio Arias y Carmen Madrid de Arias, que se remonta al siglo XIX de Penonomé. El resto de la historia es solo historia, y reposa en los archivos nacionales hasta hoy, sin que nada pueda yo hacer al respecto, y aunque eso desagrade a muchos pocos y, para la mayoría, no sea un tema que pueda despertarle el mínimo interés.

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