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LA CAIDA DEL IMPERIO ROMANO

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Por: Lic.Arnulfo Arias
Estoy convencido de que las columnas del imperio romano no cayeron por factores decadencia moral, corrupción política o deterioro de instituciones. La maquinaria de conquista y dominación ya tenía unos tres siglos de consolidación para el tiempo de bautizo de la era cristiana. Era una colmena que funcionaba en perfecta sincronización bélica, concebida para la ocupación y la conquista, de forma tan perfecta que hoy vemos los restos de estructuras militares que enviaban un mensaje claro de orden, persistencia y disciplina. Ese lema célebre de Julio César de “vini, vidi, vinci” es en realidad el grito de una raza concebida para tragarse al mundo e implantar su forma de vida y su cultura en él.
¿Qué pasó, entonces? ¿Por qué esa caída abrupta de un sistema de dominación perfecta, de una especie de colmena en la que todo ser hacía la aceptación del sitio que le correspondía en la sociedad y el estado conformidad se hacía tal vez la norma para el plebeyo y el orgullo de una corona permanente de los nobles? La estructura parental que debería en principio regir la infancia en los hogares, parece haberse engalanado en medio de la sociedad romana, pacificando así los brotes de la rebeldía innata y natural del hombre, y dándoles sentido de pertenencia y de resignación la mayor parte de las veces. Ese grado de resignación pasiva, que hacía del imperio una amalgama de objetivos, no estaba presente, sin embargo, en los estratos superiores de la sociedad romana. Para ellos, especialmente los miembros de la nobleza con antiguos linajes, nada era vedado y nada era imposible. Curiosamente, no profesaban realmente una fe religiosa, tal y como la conocemos hoy, sino más bien una certeza de que la intercesión de los dioses era posible en todo tipo de ambición humana, y que si se observaban los rituales de la manera rigurosa y puntual que podía exigir el protocolo, esas deidades simplemente concedían sin importar el grado de moralidad o inmoralidad de peticiones hechas. La grandeza expansiva de la cultura romana indica claramente que no consideraban nunca imposibilidades ni obstáculos, ya sea humanos o naturales. Desde edificaciones altas en los picos escabrosos de montañas, capaces de despertar el vértigo en los ingenieros más osados de hoy en día, hasta fortificaciones que empequeñecerían los bunkers de las recientes guerras mundiales; caminos empedrados de manera firme y meticulosa, capaces de lograr el intercambio desde todos los rincones del imperio y la movilización de tropas de manera táctica y expedita. Todo indicaba que la clase gobernante de Roma fue todo, menos resignada y conformista.
Lo anterior me indica que la caída del imperio romano se debe a factores psicológicos, a un anidamiento, para ellos, de ideas contaminantes y adversas al progreso y a la determinación que siempre los había caracterizado. Ese posible contaminante, arrasador, se podría trazar tal vez al cristianismo. Condicionó el libre pensamiento de la clase gobernante que, hasta entonces, no conocía realmente de humildad, de recato, de sencillez, y la llevó a adoptar costumbres que hacían corrosión de la armadura desde adentro. El corazón de la cultura romana fue infectado, si se quiere, por una nueva forma de pensar. La pobreza, la humildad, el recato, se fueron resaltando a tal punto que impregnaron el espíritu de lucha y la ambición constante. No se trata de esa forma de pensar estoica, que sí estaba ya presente en la cosmovisión de las clases gobernantes, sino más bien, la resignación cristiana, el abandono de la voluntad y del esfuerzo máximo a factores externos en el hombre. Dejar de hacer y abandonarse a la suerte de los designios de un Pater que no tenía como factor orientador aleccionar severamente, sino más bien la práctica absoluta del perdón, de la conmiseración, del llamado suave de atención ante la ruta del pecado. Esa comprensión y ese trato de la seda hacia las malas prácticas del hombre, fue deteriorando las posturas firmes y resolutivas que habían por siempre caracterizado el empeños evolutivos de esa raza. El yelmo de batalla se invirtió de manera progresiva hasta convertirse en receptáculo para limosnas, sin que tal conducta encontrara represión o viso de condena alguna por parte de la nueva sociedad y del nuevo pensamiento. Asentada entonces la semilla de una nueva idea, degenerativa del ansia personal y portadora de un pensamiento radicalmente distinto, el imperio comienza a decaer. Ya no se enaltece el sufrimiento personal tejido natural hacia los fines de los logros, sino que más bien se acoge el sufrimiento en sí como una nueva forma de resignación y vida. Todo lo que pase al hombre aquí, en este puente transitorio de la vida, tendrá esperanza de ser redimido posteriormente, pasado el umbral de su lecho de muerte. La vida después de la muerte; fíjese que no se refería aquí al renombre, a grandiosidad del héroe que será recordado y renombrado por generaciones futuras, sino más bien a una existencia eterna, libre de sufrimiento y urdida en el perdón de un Dios padre. Tergiversado así ese pensamiento, nace entonces una nueva civilización, con visos de purificación espiritual, sin ansias propias de conquistas personales, sin deseos de engrandecimiento arrastrador que llevaría consigo a la comunidad en la que se vive. Esa fue en realidad la gran caída del imperio. El enquistamiento, el recogimiento personal en uno mismo, para cumplir así la voluntad de Dios, como el fin más grande la tarea más propia de los individuos. El futuro fue puesto en la canasta de la Providencia, y el empeño personal quedó amordazado. Vino entonces esa era progresiva de virtudes, de consciencia propia del pecado entretejido incluso con la concepción y el desempeño natural del hombre, como hombre. Se restringieron los deseos naturales, en vez de comprenderlos, y se pasó a una especie de odio de esa parte de sí mismos, relegándola en la oscuridad del ser humano, como impropia, condenable. Se resaltó, por sobre todas las cosas, el pecado original; se nació producto del pecado, se obligó al hombre a trabajar producto del pecado y se le condenó también a muerte por la misma razón. Así, el nacimiento, el trabajo, la vida y la muerte, tuvieron una sobrecarga de culpabilidad. Ya no se vivía libremente, sino que se estaba encadenado eternamente al pecado y la única forma de redimirse quedaría en la vida espiritual, contemplativa, sin iniciativa propia y al tenor de preceptos externos de enseñanzas religiosas.
Ahora pensemos en nosotros mismos, y en cómo la caída de un imperio, a causa de una idea persistente, logró que sucumbiera; así mismo, la idea asentada dentro de nosotros de que es malo ambicionar, de que existe la palabra de imposibilidad en nuestro diario caminar, de que son los factores externos los que nos hacen y nos forman, todo eso logra que nosotros no logremos potenciarnos a nosotros mismos como dueños y hacedores de nuestros destinos. Ese gran conflicto entre la elevación del hombre, como un deseo natural e íntimo, y la resignación e inercia, ha sido la lucha más constante de los individuos desde tiempos inmemoriales y desde el advenimiento de la era cristiana. No solamente logró desmoronar la intensidad de la conquista de una raza, sino que trajo tras de sí un nuevo esquema de civilización, enquistado en el pasado y temeroso del futuro, abandonando el presente como algo que no debía tener mayores importancias para el individuo. Craso error, porque la verdad es que el día de hoy es todo lo que existe, y sin duda que el culto del presente debería asentarse nuevamente, ya no en nuestra cultura moderna, sino en el hombre, en el individuo que progresa haciendo hoy lo que le corresponde, sin desgastarse en la contemplación pecaminosa del ayer y el temor tan infundado de los fuegos infernales de un mañana que no ha llegado todavía. El saludo diario que empleaban los romanos es la muestra más clara de que estuvieron orientados a la conquista del presente, solamente; “carpe diem”, que significaba, más o menos, conquista tu día. Eso, sin duda, debemos rememorar y hacer a diario para encaminarnos nuevamente hacia los logros personales y sociales que no encuentran ningún límite ni freno.

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