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EL TALENTO QUE SE DESPERDICIA

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En el gimnasio de la Ciudad del Saber, hay una bola de básquet que quedó atrapada en los andamios de los altos techos. Algún día, hace bastante tiempo ya, fue arrojada hasta esa altura y se ha quedado allí, como olvidada por el tiempo, y por los aseadores. Si nadie la baja, quedará allí hasta que su vida útil le dicte lo contrario; se desinflará y perderá la forma esférica perfecta que conserva todavía. La bola, en sí, no sufre de problemas todavía. En las manos correctas, con su superficie bien lustrada, llegaría a ser parte nuevamente de la cancha, se anotarían con ella muchos puntos, sería el objeto de intercambio y camaradería deportiva. Pero mientras no la vean, mientras se quede sola allí, sin uso alguno y en total olvido, ¿qué propósito llena en esta vida?

Esa bola desinteresada es similar, en alguna medida, a los talentos que portamos con nosotros. Se encuentran enterrados, como los tesoros que reclaman de un esfuerzo antes de rendirse a quienes los encuentran. No hay un solo ser humano que haya venido al mundo sin habilidades únicas; antes de la misma ropa, formaban parte de nosotros y de nuestra desnudez. Y, sin embargo, ¿cuántos realmente los buscamos, hasta desentrañarlos? Es cierto que, en muchas instancias, cuando somos todavía unos niños, nuestros padres desmotivan las iniciativas que nos llevan a desarrollar esos talentos. Nadie les enseñó el camino a ellos, así que ni siquiera saben que el camino existe. A pesar de esa clara falta de motivación, que es bien intencionada a veces, el talento queda allí latente, como si hibernara hasta el momento que es llamado a despertar. No importa realmente cuándo se descubra, lo importante es que no duerma para siempre y, que al morir nosotros no se quede lapidado para siempre inútilmente.

Todos los días debemos pensar lo que podemos dar a otros, por pequeño que eso sea. Porque hacer ese ejercicio diariamente nos obliga a abandonar el cascarón del egoísmo, como las criaturas que mudan y abandonan esas pieles que les quedan chicas ya. Al ayudar a otros, irónicamente, encontramos el camino más certero a los talentos que tenemos,  porque la misión y los propósitos se encuentran siempre en lo que hacemos por el prójimo y no en lo que solamente hacemos por nosotros mismos. Los talentos no se descubren en el egoísmo de los ermitaños, sino por medio de los esfuerzos que nos llevan a compartir con otros lo mejor que hay en nosotros mismos.

Comúnmente pasamos encerrados dentro de crisálidas que, en vez de transformarnos, se convierten en las tumbas de descanso de esos dones que se nos han dado para compartir. Lo bueno, sin embargo, es que están allí, en las pequeñas cosas que no son de trascendencia para el mundo, tal vez, pero lo son para los tuyos y para los que te rodean. Al aprender a dar a otros lo mejor de ti, mediante los pequeños actos desinteresados que pudieran parecer irrelevantes, desenredas ese hilo conductor que te conecta con la esencia de lo que en realidad viniste a hacer al mundo. Los propósitos no importan, lo importante es que no se queden encerrados para siempre en ti. El aforismo de que “lo que no se usa se pierde”, es una realidad que nos demuestra el crudo óxido de los metales, el polvo encuadernado de los libros que se cierran para siempre, el moho que abrasa y que carcome las paredes que no ven la luz del sol, el afecto que se momifica y endurece si se esconde en las profundidades de tu ser. En fin, como esa bola de básquet que ha quedado olvidada en las alturas de un gimnasio, espectadora silenciosa de los juegos de la vida, así también podrían quedar agazapados tus talentos, dormidos para siempre en ti.

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